Vanesa tenía 47 años y una vida tranquila: trabajaba como administrativa en una pequeña empresa familiar y disfrutaba de las tardes caminando con su perro. Siempre había sido activa, optimista y con un sentido del humor contagioso.
Todo empezó con un cansancio inexplicable. Al principio pensó que era por el trabajo, el estrés o la falta de sueño. Después aparecieron moretones sin motivo, una hinchazón en el cuello y una sensación constante de agotamiento. Su marido la animó a ir al médico; ella lo aplazó varias semanas.
En la consulta, el médico de cabecera pidió un análisis de sangre "por precaución". Dos días después la llamaron para repetirlo y, poco después, la derivaron a un hematólogo. Vanesa comenzó a preocuparse: "Seguro que es una anemia fuerte", pensó. En la visita con el especialista, la noticia fue más seria.
—Vanesa, tus glóbulos blancos están alterados. Necesitamos hacer más pruebas, una biopsia de médula ósea —le dijo el hematólogo con calma—.
A los pocos días llegó el diagnóstico: leucemia linfática crónica.
Vanesa se quedó en silencio. No lloró al instante. Sintió que el suelo se abría bajo sus pies; su cuerpo estaba allí, pero su mente flotaba en otra parte.
Recordaba las palabras del médico como si vinieran de lejos: "No es una leucemia aguda… es crónica… se controla durante años… no siempre requiere tratamiento inmediato…". En los días siguientes se mezclaron el miedo, la incredulidad y la rabia, hasta que llegó una extraña calma. En casa lloró a escondidas para no preocupar a sus hijos y se preguntó cómo podía llevar algo tan grave sin notarlo antes.
Con el tiempo, Vanesa aprendió a convivir con su diagnóstico. Se unió a un grupo de pacientes y buscó información veraz; entendió que su enfermedad no era una sentencia inmediata, sino un camino que debía recorrer con paciencia y cuidados periódicos.
Cinco años después, a los 52 años, Vanesa seguía en controles regulares. Su leucemia no había avanzado de forma agresiva y, aunque había días difíciles, se sentía más fuerte. Aquel diagnóstico le enseñó a escuchar su cuerpo, a no dar por sentado lo cotidiano y a disfrutar de las cosas simples: un paseo, una risa, un abrazo.
"La leucemia me cambió la vida, pero no me quitó las ganas de vivirla."